«En vida, mi pewo pesaba siete kilos. Leí esta información hace días, en una mañana en la que saqué todos sus papeles de vacunación. Sus cenizas pesan apenas más que un manojo de plumas. Llegaron la semana pasada, en una pequeña caja de madera rosa. La moví de lado a lado y los contenidos eran tan escasos que se trasladaban de una esquina a otra: lo que queda de mi pewo es tan poco que a duras penas ocupa su ataúd. Eso es lo que queda, y casi nada más: el cojín y la sábana azul sobre los que dormía, sus viejos escondites, y algunas canas que, días después de que muriera, aún flotaban por la sala, como hojas de diente de león.
Los seres humanos se van y dejan kilos de ropa (muchos más que siete). Se van y dejan joyas, colecciones de libros, coches y, a veces, casas. Dejan cuentas de tuiter, correos electrónicos, páginas de facebook: corolarios de identidades hechizas, rastros del disfraz. Se van y dejan un trabajo, una cama, dinero en el banco. Los pewos se van y aparentemente no dejan nada. Dejan, acaso, lo que nosotros les dimos: las casitas en las que dormían, las pelotas que correteaban, los huesos que mordían. Dejan las impresiones que tomamos de ellos: sus cuerpos cachorros decoran nuestros álbumes, esperan en los vericuetos de nuestros discos duros. Dejan, quizás, recuerdos, pero mientras que una sola persona interviene en la vida de decenas de individuos, la vida de un pewo es prácticamente inconsecuente salvo para aquellos que compartimos techo con él.
Mi pewo llegó a mi casa dos meses después de que yo cumpliera trece años. Por lo tanto, he vivido más tiempo a su lado que sin él. Era más viejo que todas mis amistades, que casi todos mis objetos: que mi coche, mi computadora, mi teléfono y mi colección de DVD´s. Tengo recuerdos concretos suyos, muchos más de los que tengo con personas a las que conozco por casi el mismo tiempo. A pesar de que era un animalito de siete kilos, su personalidad me quedaba clara. Era un hosco irredimible, un pewo de cariños muy particulares; nervioso, digno y leal. No quiso a muchas personas en su vida. Quiso a mi mamá, me quiso a mí y creo –porque se la pasaba mordiendo sus patas traseras- que quería al labrador con el que compartió un jardín por doce años. Un pewo ama porque sí, y a cambio solo recibe cobijo, un plato de croquetas y agua. Te ama, quizás, porque sabe que lo escogiste, que entre todos sus hermanos lo tomaste desde adentro de una caja de cartón para llevarlo a tu casa. Por eso me senté a su lado, un día antes de que lo durmieran, y no supe qué otra cosa decirle más que gracias. Me agaché, besé la diminuta cabeza de ese anciano adolescente y le agradecí que me quisiera así a cambio de prácticamente nada. He sido mucho más atento con personas que me han querido mucho menos, así que ese gracias era, también, una disculpa por no haberlo acariciado más, por haber jugado nintendo en vez de salir al jardín a acompañarlo, por no haberlo querido a él como él me quiso a mí.
Llegó su acta de cremación y su nombre venía mal escrito. Lo tomé con filosofía. Después de todo, ¿a quién después de mí le puede importar mi pewo? Y no tendría por qué ser de otra manera: él tampoco quiso a muchos más. Ese pequeño guardián que me vendieron como schnauzer a pesar de que claramente venía de la calle, fue todo mío. Fue el final de mi infancia y toda mi adolescencia. Fue mi bienvenida de la escuela, mi adiós antes de un viaje y el ruido que me arrullaba a la hora de dormir. Se fue y me dejó todo eso: un corazón hinchado de recuerdos impolutos, sin un solo agravio, sin una sola pena. Solo para mí y para los pocos que lo quisimos. Y con eso me basta».
Daniel Krauze.
Francisca gracias por tu historia, me hiciste llorar. Hace muy poquito me dejó mi Martín y sólo tengo sus recuerdos, esos grandes ojos llenos de sentimientos, él tenía la capacidad de transmitirme todo lo que quería o sentía con una mirada, sus orejas moviéndose al viento cuando corría hacia mí, todas las veces que hizo locuras y luego se hacía el enojado para que mi mamá no lo retara. Lo veo en cada pewo que me topo en la calle, el corazón se me estruja y siento el nudo en la garganta, pero a pesar de que muchas veces las lágrimas me han nublado la vista, termino sonriendo porque se que mi cachorro (siempre será mi cachorro a pesar de sus años) seguirá rompiendo toallas y sentándose en los pies de otros, no tengo certeza si existe el cielo, pero si estoy segura que en mi mente siempre habrá espacio para él.